Pisos en Denia a 600 euros o como viajar en el tiempo
Hace unos días El País publicaba un artículo, firmado por 3 prestigiosos catedráticos españoles emigrados al extranjero, en el que se criticaba el fuerte ataque de victimísmo que está sufriendo la sociedad española, como respuesta a la dura negociación económica con Bruselas: Europa no nos quiere, el BCE no nos ayuda, nosotros hemos hecho nuestros deberes, nos tienen manía…
Los profesores (de economía para mas señas) demuestran en su artículo como esta falacia, tan enraizada en la mentalidad española, no tiene ningún fundamento: tras varios años de crisis nadie en España ha conseguido levantar cabeza, los bancos cada vez están más hundidos, las reformas y ajustes de los diferentes Gobiernos no han conseguido más que agudizar el desasosiego de los mercados y las mentiras contables y de todo tipo de los gobiernos autonómicos (y centrales) demuestran que, en nuestro país, el desequilibrio estructural y constitucional es mucho más que una anécdota.
Es obvio que nadie en España ha hecho los deberes o, al menos, nadie los ha hecho bien; Europa, en cambio, ha demostrado una gran comprensión hacia nosotros -y la continúa manifestando-, con su paciencia infinita ante tanta mentira o concediéndonos créditos blandos, como el último de 100.000 millones, a pesar de las críticas crecientes de algunos sectores políticos españoles, que sólo ven en estas ayudas financieras la mano negra de la gran banca europea, que sólo busca (dicen ellos), con sus oportunistas operaciones monetarias, sacar más leña del árbol caído.
Algunas voces, en un tono cada vez más airado, exigen mano dura con nuestros socios. El orgullo español (somos pobres pero vanidosos) amenaza con abandonar el euro si nuestros “amigos” no se avienen a razones, olvidando que pertenecemos a un club supranacional que (a pesar de sus sombras, dudas y contradicciones) tiene sus propias reglas, forjadas al calor de muchos años de democracias y de respetos mutuos, y sin parecido alguno con las nuestras, nacidas de un mundo donde algunos sobreviven gracias a la estafa y al engaño y donde la simple expectativa de honradez levanta sonrisas (al menos entre ciertos estamentos). Dicen estas voces que la salida del euro aumentaría nuestro margen de maniobra y nuestra competitividad. Que eliminaríamos de inmediato toda la deuda pública y privada. Y que (finalmente el broche) con nuestro portazo dejaríamos con cara de tonto a nuestros ricos socios europeos. Otra machada tan inútil como paranoica.
Ocurriría exactamente al revés: la salida del euro significaría una devaluación monetaria tan significativa que, en sus primeros momentos, rondaría el 60%, con lo que las importaciones (sobre todo tecnología e hidrocarburos) se convertirían en inasequibles para el ciudadano medio, la mayoría de los bancos quebrarían y se imposibilitaría, para siempre, la devolución de la deuda pública y privada. Y lo que es peor, en un mundo cada vez más globalizado, seríamos expulsados del único club que nos ha admitido y que es, para más INRI, nuestro escenario natural. Con lo que, en consecuencia, la famosa competividad no sólo no aumentaría sino que disminuiría: y sin mercados nos tendríamos que comer nuestros propios pepinos y tomates. Y, que sepamos, de la autarquía y el aislacionismo nadie ha sobrevivido. Sería la vuelta a los tristes años 50.
A los nostálgicos de los viajes al pasado habría que preguntarles: ¿le gustaría volver a un tiempo donde nuestros hijos, desnutridos y con la cara llena de mocos, bebían leche de polvo procedente de ayudas internacionales?; ¿a un tiempo donde nuestros únicos viajes al extranjero eran a la vendimia francesa o de albañil a Alemania?. ¿A un tiempo en el que un piso en Denia costaba tan sólo 600 euros (100.000 pesetas), pero nadie lo podía comprar?
Intentemos convencer a Europa de que, aunque algunos se empeñen en demostrar lo contrario, ya NO somos un país de pícaros ladrones de gallinas. Y perdonen la expresión, pero es que nos va el futuro en ello, el nuestro y el de nuestros hijos.
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